II Concurso de Microrrelatos de Terror. ¡Estas son las historias ganadoras!

II Concurso de Microrrelatos de Terror. ¡Estas son las historias ganadoras!

22/11/2023

Certamen organizado desde el Área de Juventud del Ayuntamiento de Montellano

microrrelatos

El Área de Juventud del Ayuntamiento de Montellano ha organizado el II Concurso de Microrrelatos de Terror con motivo de Halloween. El pasado viernes, las concejalas María Martínez y Rocío Figueroa, acompañadas por la técnico de Juventud Esperanza Morales, hicieron entrega a las ganadores y ganador de los premios en cada una de las dos categorías: unos vales de 100€ y 50€ para primero y segundo, respectivamente, a canjear en papelerías del pueblo.

A continuación os dejamos con los terroríficos relatos agraciados.

Enhorabuena a los jóvenes premiados y agradecer a todas y todos los participantes sus aportaciones.

 


 

CATEGORÍA 1 (de 14 a 17 años)

PRIMER PREMIO: Fátima Lara Castaño Illanes

Una feliz noche de Halloween

Era una noche fría y aterradora de Halloween. Las calles estaban oscuras y desoladas, ya que era un barrio a las afueras de la ciudad donde nadie pasaba. Sofía, Fran y Óscar eran un grupo de amigos muy unidos que estaban interesados en lo paranormal y en los edificios abandonados, por lo que, esa noche, decidieron entrar a un antiguo hospital psiquiátrico que se encontraba alejado de la zona para pasar una noche emocionante.

El grupo de amigos llegó a la entrada del hospital. Era un edificio imponente y majestuoso, el cual yacía en ruinas, desgastado por el paso de los años y la negligencia. Sus muros de ladrillo estaban cubiertos de hiedra y musgo los cuales serpenteaban por sus ventanas rotas y las grietas de la estructura, y la pintura descolorida se aferraba a las paredes como una vieja y enferma piel que se despelleja.

La puerta principal estaba bloqueada, por lo que tuvieron que entrar por una ventana. Nada más entrar, sintieron el aire espeso y rancio, que estaba saturado por la humedad, podredumbre y desesperación. Óscar encendió su linterna y pudo apreciar la tenebrosa escena que se apreciaba, la habitación estaba llena de muebles destrozados, camas oxidadas y sillas convertidas en esqueletos.

El grupo de adolescentes se iba adentrando cada vez más en el hospital, alumbrando con la linterna que llevaba Óscar, los pasillos se extendían en la penumbra, sumidos en un silencio sepulcral que solo era ocasionalmente roto por el crujido de algunas maderas podridas, golpes o pasos de extraña procedencia. La luz de la linterna dejaba sombras inquietantes por las esquinas de cada habitación.

A medida que avanzaban, el eco de sus pasos se perdía en la distancia, creando una sensación de aislamiento y soledad. La atmósfera estaba impregnada de una mezcla de melancolía y opresión, como si los susurros del pasado aún resonaban en las paredes, recordando las historias olvidadas de aquellos enfermos internados en el lugar.

Todo iba genial hasta que de repente se empezaron a escuchar pasos, los cuales sonaban como un eco siniestro en medio del silencio que rodeaba la zona. Cada paso, cada crujido de la madera reverberaba en los oídos de los chicos, creando una tenebrosa sensación de inquietud en sus cuerpos. Cada vez que escuchaban un paso, sus corazones empezaban a latir más rápido y una sensación de frío les recorría por todo el cuerpo, peor si los pasos se escuchaban cada vez más cerca, pero, decidieron no darles mucha importancia, ya que podría ser algún animal que se habría colado.

Aún con el miedo en el cuerpo, siguieron explorando el lugar, admirando las viejas recetas y diagnósticos de muchos pacientes, las estanterías aún llenas de medicamentos, y las camillas y camisas de fuerza que se iban encontrando por el lugar. Los pasos no cedían, pero ellos seguían investigando la zona. De vez en cuando se escuchaba un golpe más fuerte de lo normal, lo que hizo que Óscar gritara con un tono burlón -¨Sal si tienes huevos¨- mientras reían a carcajadas.

El grupo de amigos entró en una habitación, aunque tan solo entraron, no les dio una muy buena sensación. La luz de la linterna alumbraba las paredes cubiertas de extrañas runas, escritas en un lenguaje arcano e incomprensible, las cuales se apreciaban que estaban hechas con una sustancia desconocida, en un tono oscuro algo rojizo. La habitación estaba repleta de muebles abandonados, y algunos extraños utensilios de tortura oxidados. En el suelo se encontraban manchas oscuras que parecen recordar un pasado repleto de angustia y sufrimiento. El silencio es opresivo, solo era roto por la suave brisa de la fría noche que entraba por la ventana. Toda la habitación estaba llena de un olor putrefacto, rancio y nauseabundo, como el olor que desprenden los cuerpos en descomposición.

Se percataron de que en el techo de la habitación estaba repleto de cadáveres pegados, algunos en descomposición, otros asesinados de no hace mucho, de ahí provenía ese repugnante olor. Todos los cuerpos tenían en común que contenían las cuencas de los ojos vacías, sumidas en una oscuridad interna, es decir, tenían los ojos sacados y en la boca tenían unos cortes que simulaban una sonrisa de oreja a oreja.

Los chicos quedaron aterrorizados y paralizados ante esa imagen tan desagradable. Sus facciones faciales pasaron a ser de shock y terror ante esa sádica escena. Lo único que pensaron fue en huir de allí y salir lo antes posible, por lo que empezaron a correr desesperadamente buscando alguna salida del hospital. La linterna que llevaba Óscar se estropeó, quedaron a oscuras y el grupo se dividió.

Óscar pudo encontrar una salida, salió del hospital corriendo sin mirar atrás, mientras que por su cabeza pasaban pensamientos como ¨¿qué cojones era eso?¨, ¨¿era real o solo una alucinación por el miedo?¨, ¨¿dónde estarán Sofía y Fran?¨, ¨¿se encontrarán bien?¨.

El chico seguía corriendo en medio de la carretera, intentando llegar a la ciudad, mientras la agonía y la desesperación se apoderaban de él. Entonces fue cuando se percató de unas formas extrañas a la luz de una farola en medio de la nada, y al acercarse, quedó paralizado y horrorizado ante semejante escena.

Los cuerpos de sus dos amigos yacían tirados en el suelo sin vida. Tenían el vientre abierto, con todas sus entrañas desparramadas a sus costados. Dos cuencas vacías y repletas de oscuridad se encontraban en sus caras, que hacían contraste con lo pálido de la tez de ambos, en la boca tenían a cortes una gran sonrisa de oreja a oreja, como los cadáveres que encontraron en el hospital, y, para acabar, en el suelo yacía escrito con la sangre de ambos un ¨feliz Halloween, Óscar¨.

 


 

SEGUNDO PREMIO: Paula García de La Vega Cabezas

¿Estaba loca?

Gema vivía con su madre en un hogar de acogida debido a su precaria situación económica. El cuarto cumpleaños de la niña llegó y su madre decidió llevarla a la feria, lugar al que Gema deseaba ir desde hacía mucho tiempo. La atracción en la que se subió era súper divertida; la pequeña disfrutó mucho, hasta el momento en el que se acabó. Su madre no tenía el suficiente dinero para otro viaje. Justo en el momento en el que la madre de la cumpleañera la iba a bajar de la atracción, una mujer rica apareció y, habiéndose dado cuenta de lo que ocurría, le dijo:

- No se preocupe, su hija se puede montar las veces que quiera; yo lo pagaré.

La mujer tenía una hija de la edad de Gema llamada Clara. Ambas chicas conectaron desde el primer momento en el que se vieron; durante largas horas jugaron y se montaron en las distintas atracciones. Al final del día, la mujer rica le ofreció a la madre de Gema que trabajase para ella como limpiadora y una habitación en su mansión. Ésta aceptó.

El tiempo pasó y las niñas se hicieron inseparables. Iban al mismo colegio y pasaban todo el día juntas. Disfrutaban haciendo las mismas cosas, pero, sobre todo, tejiendo mantas para los más necesitados. Los chicos de ese lugar hacían gracias sobre el cuerpo de Clara, que era bajita y fornida. Gema siempre la protegía y defendía. Esos comentarios nunca afectaron a su amistad, hasta que un día Clara tenía tanta rabia de ser la “amiga fea” que dejó de hablarle a Gema. Al poco tiempo, Gema se enteró de que su antigua amiga había empezado estrictas dietas para ser aceptada socialmente por todos.

El tiempo pasó, empezaron el instituto y, para ese momento, Clara ya era la chica más popular. Esto se debía a su bonito cuerpo y a los lujos que se podía permitir. Lo tenía todo, bueno, menos a Juan. Clara estaba enamoradísima de él, al igual que Gema. A pesar de que Juan le había sonreído a Gema un par de veces, ella nunca le hablaba porque sabía que Clara estaba “coladita” por él.

Un día, Gema y Juan fueron emparejados para un proyecto de ciencias, donde descubrieron todo lo que tenían en común. Después de ese día empezaron a quedar y con el paso del tiempo se convirtieron en buenos amigos.

Viendo esto, Clara se puso celosa. Pronto organizó una fiesta para poder acercarse a Juan. A esa misma fiesta también invitó a Gema para darle celos. En la fiesta Gema y Juan empezaron a bailar y tiempo después el chico trató de besarla, pero ella lo apartó. No podía parar de pensar en cuanto su antigua amiga deseaba ese beso. Clara lo vió todo. Los celos se apoderaron de ella, tirándole una bebida encima a Gema y luego ofreciéndole un viaje a casa para que se pudiera cambiar. Durante el camino de vuelta hablaron y Gema sentía que volverían a ser amigas. El coche se dirigía a un descampado, donde según leyendas urbanas habitaban criaturas aterradoras. Gema preguntó dónde iban, la otra chica le respondió que a ver las estrellas juntas como solían hacer de pequeñas. Unos instantes después la puerta del coche se abrió y la crédula chica fue empujada del vehículo y abandonada en el terrorífico lugar.

A la mañana siguiente Clara fue al cuarto de Gema a comprobar si había regresado y al ver que había huellas de zapatos en el suelo y paredes le resultó raro, pero dió por hecho que eso era que llegó. En ese mismo instante la madre de Gema le preguntó si sabía algo sobre su hija que la había estado esperando toda la noche y no había vuelto. Clara le contestó que no con un tono nervioso. Los días pasaban y la policía estaba investigando el caso. La culpable no había contado nada de lo ocurrido aquella noche, pero empezaba a pensar en confesar. Idea que pronto se disipó de su mente al recordar la imagen de Gema y Juan casi besándose.

Ese día Juan llamó a la puerta de la casa de las muchachas para preguntar si se sabía algo nuevo del caso. En ese mismo instante Clara vio a lo lejos la figura de Gema con sangre y vestida similar a la niña del exorcista. La adolescente optó por cerrar la puerta.

Los días siguientes había oído golpes constantes en las puertas y ventanas. Todos en la ciudad estaban muy preocupados. Clara no se sacaba de la mente la voz de Gema diciendo:

- ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué?

A la semana de la desaparición de la niña, Clara encontró una nota en su taquilla que ponía “Iré a por ti”. Al principio pensó que podía ser una broma de alguien, pero a los minutos se dio cuenta que era la letra de ¡Gema! Todo era una pesadilla. Clara se preguntaba todo el día por qué había hecho aquella estupidez. Todas las noches escuchaba arañazos en su puerta.

Un día escuchó un fuerte sonido que provenía de la acera de enfrente, no lograba identificar de qué se trataba. Miró por la ventana y no vio nada. A los minutos, volvió a escuchar el mismo sonido. Esta vez le pareció reconocer el ruido del motor de un coche, pero no había ninguno. Cerró los ojos y los volvió a abrir para comprobar si era un sueño, pero no lo era. Lo único que le dio tiempo a ver fue la cara de Gema a través del cristal a pocos centímetros de la suya y unos salpicones de sangre. Segundos después oyó golpes en la puerta. Clara gritaba, no quería abrir, tenía miedo. Podía escuchar la voz de la desaparecida y no era fruto de su imaginación. ¿Estaba loca? Escuchó que alguien forcejeaba la cerradura, salió corriendo hacia el salón. Allí estaba Gema tejiendo mantas, como de costumbre.

Entonces… ¿qué había sido aquello?

 


 

CATEGORÍA 2 (de 18 a 25 años)

PRIMER PREMIO: Francisco Javier Gómez Valencia

Un lobo con piel de cordero

Eran las siete y media de la mañana y los primeros rayos del caluroso sol de agosto se entrelazaban bajo las vidrieras de la capilla de aquel complejo humanitario donde abundaba la vegetación y los moribundos a los cuales arropaban las monjas de Sor Ángela de la Cruz.

La hermana Clara emprendía su camino al pozo después del rezo matutino cuando se encontró algo atroz. El cadáver de uno de los ancianos del asilo desmembrado entre los naranjos. Tensó su rostro y apretó el rosario bajo su hábito en un flaco intento de buscar amparo divino ante aquella dantesca escena. El octogenario se mostraba irreconocible ante tal magnitud de arañazos y pedazos de carne levantados desde los cuales se teñían hacia abajo ríos color granate que desembocaban en las vísceras sobresalientes del abdomen.

Para la religiosa no parecía posible, pero las telas desquebrajadas manchadas de tierra correspondían a la bata de alguno de los usuarios sin saber aún de quien se trataba. Los huesos roídos y las magulladuras enjuiciaban a pensar en que una manada de lobos o coyotes lo habían sorprendido durante la noche, pero en los tres años que llevaba en la casa de ancianos nunca había visto ninguno merodeando por los alrededores y no era temporada de jabalí.

Aquella mañana la histeria colectiva de las hermanas era palpable, existía un sentimiento generalizado de dolor y desconcierto sobre aquel extraño suceso. Emociones a flor de piel que contrastaban con la mirada perdida de Clara, quien seguía colapsada por los hechos. Sus pensamientos se agolpaban en su mente sin saber bien como ordenarlos, casi tan fragmentados como los restos de aquel pobre infeliz. Solo los gritos de uno de los residentes la rescataron de aquel éxtasis, haciéndola correr pasillo adelante.

Cuando llegó casi al final de aquella hilera de azulejos blancos se cruzó de bruces con el letrero de la habitación 201, donde se encontraba perpleja la madre superiora visiblemente nerviosa sin saber bien si entrar. Ante aquella tesitura la monja decidió asomarse para entender los motivos de dicha indecisión sin saber que iba a toparse con otro escenario desgarrador.

Sor Miranda y Sor Francisca intentaban sujetar a Gunther Hofmann, un anciano alemán con Alzheimer que vivía solitariamente en la comarca sevillana, dejando atrás una hija bordadora en Bremen, que se desentendió de su padre cuando se enteró de su enfermedad y recayó su cuidado en las hermanas del convento. El hombre sufría una especie de psicosis e intentaba zafarse de sus cuidadoras. Lucía cubierto de sangre a parches que le recordaba al drama crepuscular en el que se había visto envuelta, obra creada por él mismo al tocarse una y otra vez una brecha en la cabeza de la que emanaba todo el cuadro, probablemente causada por una caída, algo habitual en este perfil de internos.

Gunther pataleaba entre las sábanas usurpando al silencio unos quejidos que se deberían de oír desde la capilla, mientras que Clara y la superiora observaban atónitas desde el marco de la puerta la situación. No fue hasta que este se dio cuenta de su público que cayó vencido. El anciano clavó sus ojos en Clara mientras que las monjas cambiaban sus vestimentas y humedecían su herida. Esa mirada fría inyectada de severidad la hizo retroceder un paso atrás. Durante unos largos segundos se preguntaba que pensamientos se escondían tras aquel rostro pálido de mandíbula titubeante que la tenía como objetivo.

Pasaron las semanas y la Guardia de Asalto no cedía a los impulsos de resolver aquella novela negra de la España republicana ante la recelosa mirada de privacidad de la congregación religiosa, que se encargaba de crear una cortina de fe frente a los periodistas de la época y los curiosos que merodeaban tras los barrotes del asilo de Doña Elisa.

Con el tiempo, el hospicio fue olvidando el hecho, que quedó zanjado como un ataque animal probablemente de lobo y volvió progresivamente a lo que le inmiscuía, el rezo y el cuidado de los desvalidos.

No fue hasta los años ochenta cuando Doña Elisa volvió al foco mediático revelándose una verdad escalofriante. La residencia había albergado entre sus muros a un asesino. Gunther Hofmann había resultado ser el famoso caníbal belga Fritz Mayer, quien mascó las entrañas de tres colegialas en Tréveris y desapareció de entre las fauces de la policía alemana. Todo lo que se conocía de él había resultado ser mentira y no fue hasta su muerte cuando el olfato periodístico de dos reporteros del Berliner desentramó su oscuro y pasado macabro.

La hermana Clara aún con su rostro invisible tras las arrugas no podía ocultar su mirada de terror. Recordaba con una lucidez admirable obra del martirio lo que vio la mañana del 5 de agosto de 1934. No fue un golpe en la sien lo que ensangrentó a Mayer, no fue su mirada neurótica fruto del Alzheimer y ni siquiera comprendió hasta ese mismo instante el por qué se le heló la sangre cuando lo contemplaba, pero por fin supo lo que escondía tras esa máscara de recuerdos olvidados fingidos. Sus creencias se volvieron castizas, auténticas, al entender que había mirado a Satán a los ojos y que existía la maldad pura, la cual tuvo la osadía de colarse entre las rendijas de la casa de Dios ante la atenta mirada de Cristo, para engullir a una de sus pobres y frágiles ovejas como un lobo con piel de cordero.

En la actualidad dicen las habladurías de pueblo y los ecos de la gente añeja que aún se escuchan los llantos de Sor Clara encubiertos bajo los muros del convento donde pasó sus últimos días, soñando aterrada por las noches que Mayer la asaltaba para arrancarle los miembros y saborear sus entrañas, contemplando impotente como Dios la había abandonado.

 


 

SEGUNDO PREMIO: Carmen Expósito Pérez

No mires atrás

Aquel día volvía a casa tras pasar la jornada en la capital por motivos de trabajo. Todo parecía discurrir con normalidad, pero no lograba distanciarme de aquella extraña sensación que me había acompañado todo el día y que en los últimos momentos se había acrecentado. Había tratado de repetirme que se trataba de aquella expectativa ansiosa de la que tantos profesionales me habían advertido, pero nada funcionaba.

Todos los años salía un rumor nuevo en mi pueblo. Mes arriba, mes abajo, aparecía una nueva historia que recorría las calles y convivía con los ciudadanos del pueblo como un vecino más. Aquel año se hablaba de un supuesto payaso que aparecía en la carretera de la entrada. Varios vecinos decían haberse topado con él mientras volvían a sus hogares. Y todos alegaban lo mismo; haberse encontrado con una figura de payaso, vestido con un traje y una careta espeluznante. Decían que aparecía de madrugada y que parecía tratar de hacer que pararan, pero lo habían conseguido ver a tiempo. Al menos hasta esa noche.

No sabía por qué me había afectado tanto aquel rumor. Normalmente era una persona muy crítica y no solía atender a las habladurías del pueblo. Además, aquella historia no tenía ni pies ni cabeza. Los payasos, tradicionales animadores de fiestas infantiles convertidos ahora en los nuevos zombies, empleados ahora para atemorizar tanto a niños como adultos.

Quizás el hecho de no encontrarle sentido era lo que hacía que no pudiera parar de pensar en los porqués. ¿Por qué payasos? ¿Por qué ahora? ¿Por qué lo hacían?

La niebla apareció de un momento a otro, dejándome escaso tiempo de reacción. En algún momento mientras había estado inmersa en mi monólogo interior, el ocaso había dado paso a la noche, lo que dificultaba más la conducción. Aminoré la velocidad tratando de aclimatarme a las nuevas condiciones de la vía.

La emisora de radio comenzó a pasar de una frecuencia a otra, modulando el sonido de la misma conforme pasaba entre cadenas. Traté de acompasar el ritmo de mi corazón, que latía frenético en mi pecho.

Fue entonces cuando todo comenzó.

Pese a la oscuridad reinante pude entrever la silueta de un hombre, de al menos metro noventa. Llevaba unos zapatos rojos, demasiado grandes incluso para su estatura, pero que de forma extraña iba acorde a su traje, ancho, de color blanco y medio hecho jirones. Llevaba puesta una careta. Por la distancia y la niebla no era capaz de dilucidar los detalles de la misma, pero parecía tener dibujada una sonrisa demasiado exagerada, sobre la cual llevaba una peluca de pelo corto, también rojo y despeinado.

Se encontraba en el centro de la carretera, lo que me hizo frenar en seco por temor a atropellarlo. Entonces comenzó a caminar hacia mi carril, con una parsimonia casi cómica. No podía creer lo que estaba viendo. Fue como si mi reacción hubiera activado algo en él y me di cuenta de que, fuera quien fuese aquel individuo, había caído en su trampa.

Me dejé llevar por el pánico, y presa de este actué de manera tan refleja que no medí bien el juego de pedales y se me caló. El ruido del motor cesó y el silencio en el que quedó todo me heló la sangre. Con la misma rapidez que antes, pero con algo más de tino, cerré las puertas del coche aterrada porque aquel lunático se decidiera a entrar.

Me alcanzó.

Lo supe cuando comencé a escuchar golpes en cada uno de los cristales del coche. Uno por uno. Bajé la vista hacia la llave, pero mi cuerpo había dejado de responder. Continuó dando golpes en los cristales uno por uno, como si estuviera buscando algo. No cesó en su labor ni para mirarme, como el depredador que sabe que ha capturado a su presa. Simplemente se limitaba a golpear los cristales.

Me quedé ahí pasmada mientras aquella figura humanoide daba vueltas alrededor de mi vehículo. La certeza de que apenas unos cristales de un par de milímetros nos separaban y de que a aquellas horas de la noche apenas pasaba gente por allí hizo que mi corazón se saltara un latido. Parecía haberme olvidado incluso de cómo respirar y lo peor de todo es que no podía parar de pensar en las mil y una formas en las que aquella escena podría acabar; ninguna buena.

Dio un par de vueltas más antes de detenerse frente a mi ventanilla. La visión de esa figura frente a mi me dejó sin el poco aliento que había conseguido recobrar. Con aquella quietud exagerada se agachó hasta quedar justo frente a mí. Se encontraba tan cerca del cristal que lo empañó con su respiración. Algo húmedo resbaló por mi mejilla. No sabía cuándo había comenzado a llorar. No solía hacerlo y mucho menos delante de la gente, pero en ese momento no pudo importarme menos. Se dio cuenta en el mismo momento de que estaba llorando y por alguna razón macabra pareció sonreír tras aquella estúpida careta.

Levantó sus manos demasiado huesudas y delgadas para ser normales. Pensé que iba a romper el cristal. En cambio, las colocó sobre la ventanilla, no para golpearla en esta ocasión. Por el contrario, se decidió por apoyar tres dedos sobre la misma, los cuales recorrieron de arriba abajo toda la altura de la ventana.

Cuando pensaba que las cosas no podían volverse más macabras, lo consiguió de nuevo. Volvió a sostenerme la mirada y fue entonces cuando el silencio en el que habíamos estado inmersos fue cortado por su estruendosa risa, casi frenética.

El sonido de la radio inundó de golpe el habitáculo y facilitó que la mirara de manera refleja. Me di cuenta que había bajado la guardia y volví a sentir aquella opresión en el pecho. Levanté la vista de nuevo, esperando encontrarme a aquel ser donde le había visto hacía apenas un par de segundos. Pero no estaba allí.

Algo se movió en el asiento trasero.